Soledad.
Cierro los ojos y los vuelvo a abrir.
Podredumbre.
Botellas vacías me rodean, no alcanzo a verme los pies, los kilos de vómito y comida rancia me rodean.
No se cómo he llegado hasta aquí.
Mis manos, rojas, bañadas en sangre me indican que algo no va bien.
Tiro de un jirón de piel y más y más sangre comienza a empaparme el corazón y el alma.
Mis pies no responden. Cadenas invisibles me mantienen atado al sillón.
Oigo voces en la calle, probablemente sean los niños del vecindario disfrutando de la alegría de un día soleado en pleno invierno. Me sangran los tímpanos, las risas son como cuchillos gozando, disfrutando, destrozando.
Logro levantarme, y ahí está. La veo.
Ahí, tendida, esperando una lágrima, esperando un rezo, un grito ahogado.
Intento alcanzarla, no respira, es transparente.
Humillada, decadente, aplastada, decaída, incongruente.
Si, al final la veo, ahí yace, muerta, impasible. La decadencia.
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