Un mismo compás, bien marcado, seducía al aire,
que encandilado por su belleza, paseaba por nuestros olfatos,
deleitándonos con su cautivadora figura.
El ambiente, fascinante, engatusaba toda alma,
viviente o no.
Todos permanecíamos allí sentados. Mirándonos.
La sangre comenzó a brotar salpicándonos a todos.
Por fin sentíamos la vida en nuestras carnes.
El líquido salía de su cuerpo con la intención de enamorarnos.
Cómo esa criatura podía ser tan bella.
Belleza que nos rociaba y nos convertía en lo único que queríamos ser en ese instante,
la reminiscencia lo que un día pudimos ser, y nunca fuimos.
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