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sábado, 22 de junio de 2013

Marie

Marie agita sus brazos, sabe que no lo va a conseguir, pero lo intenta. Siempre lo intenta, nunca ha dejado de hacerlo.
Mientras se pone sus pantalones deshilachados por la pernera y con la cremallera rota (se aguanta con un imperdible), sus botas vaqueras y su camiseta de los Sex Pistols, entreabre los labios dejando salir un prácticamente inaudible sonido.
Saltó de la vieja cama hacia el suelo, y anudándose el pelo con un lazo blanco salió del habitáculo sin apenas dirigirme la mirada.

Aquella noche había sido tan grandiosa como penosa. Entendía que su edad era un impedimento (unos tristes dieciséis frente a mis pesados 47) para lograr lo que habría querido pero su magnetismo y su candidez limitaron mis ganas y todo se redujo a unas cuantas sacudidas y a una noche de palabras y de vez en cuando, algún opiáceo de por medio.
Supe perfectamente que se había ido conmigo por dinero; mis viejas facciones y mis manos que otrora mostraran la fuerza y valentía de un marine de los Estados Unidos distaban mucho de ser acogedoras.

Tenía el pelo del color de las caracolas y los ojos color mar contaminado. Su tierna edad no era impedimento para que su cuerpo estuviera lleno de cicatrices de guerra: arañazos, tatuajes caseros y marcas de pinchazos.
El olor de su sexo me llamó, no pude resistirme. El hecho de reparar en su edad me hizo desearla aún con más ganas, era un poder magnético irrefrenable hasta la médula.
El simple hecho de tocar su piel me hacía desearla aún más. La quería, la quería, la quería, la deseaba solo para mí.
Saborear es todo lo que deseaba. Saborear y poseer.

Supongo que nunca volveré a verla. Supongo que ella no se acordará de mi si alguna vez nos volvemos a encontrar. Supongo que estará en el lecho de otro o de otra, disfrutando de una cama, opiáceos y amor de una noche. Supongo que eso es todo lo conseguiré nunca de ella, eso, una noche de amor con la tierna y dulce Marie.



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