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martes, 1 de mayo de 2012

Kafka

Mientras esperaba sentada, me fumé como 5 ó 6 cigarrillos. Tenía pensado dejarlo, pero la procrastinación está en la cúspide de mi proyecto vital.
Pedí otro café, cubano por supuesto. Me encanta el café fuerte, oscuro, denso y profundo.
Miraba al resto de la gente. Por cada mesa había una media de dos personas, menos al fondo. En la mesa del fondo, la más apartada, siempre estaba sentado el mismo señor, todos los días, uno tras otro.
Siempre tomaba lo mismo, primero un té de frambuesa, después un puro, después uno o dos café y después, muchos cigarros; y todo eso mientras leía a Kafka.
Siempre llevaba el mismo libro, lo habría leído ya unas quinientas veces. Siempre he tenido la curiosidad de preguntarle, pero no tiene cara de muchos amigos.
Tiene cara de solitario y de borracho.
Tenía el pelo blanco, una gran barba y unos cuarenta y cinco años. Sus ojeras eran muy profundas y las marcas de su cara reflejaban el recuerdo de una gran vida, de una larga e importante vida.
Desprendía un halo de misterio que me incitaba a acercame a él.
Creo que me pasé más de media hora mirándole; no se dió cuenta. Él seguía leyendo a Kafka y fumando. Se pidió otro café y continuó con el libro.

Me gustaba esa cafetería. Era muy antigua, fue una de las primeras en nacer en esa zona, allá por el siglo XIX. Un par de mesas y sillas de madera, el suelo oscuro y cantidad de cuadros antiguos por las paredes, de anuncios antiguos y grandes reliquias, como radios o tocadiscos.

Decidí que por fín ese iba a ser el día. Todos los días de nuestra vida pasan sin darnos cuenta, y sobretodo sin reparar en los que tenemos a nuestro alrededor. Aquellas personas misteriosas e interesantes que pasan a nuestro lado y ni miramos.
Cogí mi bolso y mi Bukowski y me acerqué a él.
Hoy iba a ser un día muy distinto.

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